UNA EXCELENTE OPORTUNIDAD DE INVERSIÓN (Inspirada en hechos reales)
de Isidoro Calvo Lorenzo
“Una excelente oportunidad de inversión”. Esas fueron las palabras exactas que utilizó el notario en el momento que el hombre estampó su rúbrica sobre el acta notarial. Poco antes, la señora de noventa años que se sentaba enfrente de él, había firmado, con su huesuda pero firme mano, ese mismo documento. Para cerrar el acuerdo sólo quedaba que ambos, sonrientes, se dieran cortésmente la mano.La señora en cuestión era una vieja noble que, con el paso de los años, se había ido quedando arruinada. Poseía un inmenso palacio señorial, a las afueras de la ciudad, que ya no era capaz de mantener. No hacía muchos días que se había visto obligada a despedir a la última sirviente, la más antigua, la más fiel, porque no podía seguir pagándola. Ya solo le quedaba penar, aterida de frío, por las oscuras y solitarias estancias de tan magnífico lugar.
Acudió al notario para que le ayudara a vender la mansión. “¿Tiene hijos o nietos?”; “No”. “¿No conoce a algún familiar cercano que pueda heredar?; “No”. “Entonces no venda el palacio. Mantenga la propiedad a su nombre y utilícela para vivir bien durante lo que le quede de vida . Déjeme que le explique...”. Había en la ciudad un exitoso hombre de negocios que deseaba fervientemente adquirir una casa nobiliaria. Falto de apellidos de alta alcurnia, era a lo que más podía aspirar para ascender en el escalafón social. El hombre se comprometería a pagar a la señora los costes de los servicios de la residencia de ancianos más lujosa de la ciudad, mientras ésta viviera. “Cuando usted fallezca, la propiedad pasará a manos de este buen señor. Hasta entonces, usted habrá disfrutado de unas atenciones y cuidados dignos de una reina. Además, no dejará nada en herencia, por si algún sobrino lejano y holgazán tuviera la osadía de reclamar algo”.
“Es una excelente oportunidad de inversión, se lo juro. Nadie sabe cuántos años más va a vivir esta señora, pero ¡tiene noventa años! Puede ser cuestión de meses, o pocos años. En el peor de los casos, el valor actual de la mansión quedará amortizado con el pago de las mensualidades del asilo cuando la mujer cumpla... ¡ciento cinco años! Dígame usted... ¿cuántas personas conoce que hayan vivido ciento cinco años?” El notario sonrió al hombre mientras le explicaba la letra pequeña del acuerdo que iba a firmar con la anciana.
El mismo día que salió de la notaría con los papeles bajo el brazo, tomó a su mujer y su hijo y los llevó a visitar el palacio. Lo protegía un alto muro de caravista, quebrado en un extremo por una cancela de hierro forjado. Ésta estaba clausurada con un pesado candado, que no podría abrirse hasta que la anciana falleciera. A través de los barrotes de la verja podía observarse el jardín inglés que rodeaba el edificio: allí surgían, en salvaje pero estudiada anarquía, abetos, cerezos, perales y manzanos. Al borde del sendero que llevaba a la puerta principal, brotaba una gruesa y centenar ia encina, de tronco y ramas retorcidas. “Muy pronto, construiré sobre ese árbol una caseta de madera para que juegues con tus amigos”. Le dijo a su hijo mientras señalaba hacia la encina.
Entre el espeso follaje del jardín se vislumbraban las paredes del suntuoso palacio. De estilo clásico, con grandes ventanales y cornisas decoradas con elegantes figuras, ese edificio había sido testigo de los episodios históricos más importantes de la ciudad, de la región, del país. Allí pernoctaron reyes y príncipes; se firmaron importantes acuerdos de paz; se entretejieron secretos de estado; incluso se dice que, siglos atrás, una reina infiel escondió durante años, disfrazado de mozo de cuadra, a un amante. Muy pronto la vida de ese hombre de negocios se mezclaría con la de aquella nobleza. “Muy pronto viviremos aquí”. Decía a su mujer y su hijo, satisfecho.
La anciana parecía disfrutar de su nueva vida. Todas las mañanas salía de la residencia para dar un largo paseo en bicicleta. A la vuelta paraba en una cafetería situada enfrente de su nuevo hogar y pedía un café expreso con dos gotas de aguardiente. Se lo bebía, sin prisa, sentada en una mesa de la terraza cubierta, mientras leía, con ojos de gacela, el periódico local.
Decidió dejar de andar en bicicleta cuando cumplió los noventa y cinco años, no por prescripción médica, sino porque ya no se fiaba del tráfico rodado que amenazaba su relajado pedalear. La sustituyó por un bastón de pomo de marfil, que había pertenecido a su padre, y con la ayuda del cual exploró en largas caminatas los valles y montes aledaños. Como siempre, a la vuelta de su excursión, paraba en la cafetería para tomar un café expreso con dos gotas de aguardiente mientras leía, ya entonces con unos elegantes anteojos, el periódico local.
Durante esos años, el hombre llevó a su familia todos los fines de semana a dar una vuelta a las afueras de la ciudad. Durante horas se quedaban apostados delante de la cancela de hierro forjado, observando el cada vez más descuidado jardín inglés que rodeaba el palacio. Asía el hombro de su hijo con una mano, mientras con la otra señalaba la encina de tronco retorcido. “Muy pronto, construiré sobre ese árbol una caseta de madera para que juegues con tus amigos. Muy pronto, viviremos aquí”.
Aunque estaba invitado, no acudió a la fiesta que se organizó en la residencia para festejar el centenario de la anciana. Sí pasaron por ahí todas las autoridades locales; el alcalde, el cura, el inspector de policía... También el director del periódico local, quien sacó una fotografía de la mujer que apareció en la primera plana de la edición vespertina.
El hombre fue reduciendo paulatinamente sus visitas al palacio durante los siguientes cinco años. Ya no hablaba a su hijo de construir una caseta de madera sobre la encina, pues el chico ya tenía su edad, y estudiaba en una universidad de prestigio. Tampoco se atrevía a decir a su mujer eso de “muy pronto viviremos aquí”. Tan solo callaba, contemplando con aire triste aquel salvaje jardín, entre cuyos matorrales se podían entrever los vidrios rotos de alguna ventana.
Un día acudió a la oficina del notario para pedir su opinión acerca de cancelar el acuerdo con la señora. Le atendió un nuevo notario, que era el hijo de aquél con quién había hablado, quince años atrás. “Es cierto que el precio del palacio es ya inferior a todo lo que usted se ha gastado en servicios de residencia para esa mujer. Pero si cancela el trato, se quedará sin derechos sobre la propiedad. Y la mujer tiene ciento cinco años... no pueden quedarle muchos más de vida”.
Poco después moría su mujer, cuando aún estaba en la flor de la vida, por un maldito cáncer de pecho. Desde entonces dejó de acudir enfrente de la cancela de hierro forjado. Ya no tenía ni esperanza, ni ganas, de habitar ese lugar; sin mujer, y con el hijo aún estudiando lejos de casa... ¿qué iba a hacer él, solo, entre tantas estancias vacías y tristes?
Un día recibió la noticia de que la anciana había sido ingresada en el hospital. Al parecer, se había resbalado cuando salía de un relajante baño de espuma en el spa de la residencia. Resultado: fractura de cadera. “La pobre tiene ciento doce años. No sobrevivirá mucho tiempo. Es cuestión de semanas, como mucho de meses”. Eso es lo que le dijeron los médicos. Entonces el hombre recuperó la esperanza; pronto habitaría aquel palacio. Se lo dijo así a su hijo, que por aquella época ya había acabado sus estudios, y dirigía parte del negocio familiar. Se lo dijo así delante de la cancela, mohosa y herrumbrosa, detrás de la cual el jardín inglés se había tra nsformado en bosque infranqueable, lleno de matojos, zarzas, tojos y escobas. El sendero que daba a la puerta principal del palacio casi había desaparecido, invadido por la grama y otras malas hierbas. Varias tejas de la mansarda se habían desprendido, y sus restos se esparcían por el perímetro del edificio.
Sin embargo, la mujer soportó fenomenalmente las vicisitudes de la cirugía. A los tres meses volvió a salir a la calle, ayudada de un andador y una asistenta. Los camareros de la cafetería donde siempre tomaba su café expreso con dos gotas de aguardiente no habían perdido la esperanza de volver a verla, y le tenían esa mañana reservado un ejemplar del periódico local que ella, con ayuda de una enorme lupa, hojeó plácidamente.
Pasaron los años, y la mujer apenas podía ya moverse si no era en silla de ruedas. Aun así, todos los días, era acompañada a la terraza de la cafetería por su asistenta, quien después de darle su café expreso con dos gotas de aguardiente, le leía pacientemente las noticias del periód ico local. A pesar de sus limitaciones no dudó en acudir al funeral del hombre que, durante los últimos veinticinco años, tan generosamente había pagado su habitación en aquella residencia. Se acercó al banco de la primera fila, donde un triste hijo velaba el féretro de su padre. Él, al verla llegar, levantó la mirada como asustado, tal que viera un espectro, un fantasma del pasado. La anciana le dio sentidamente el pésame, mientras agarraba las manos del huérfano con sus dedos de cristal, cubiertos de delicada piel casi transparente.
No dejó de pagar una sola mensualidad de la residencia durante los siguientes ocho años, hasta que un lluvioso día de febrero recibió una llamada de la oficina del notario; la mujer había fallecido aquella misma noche. Al entierro acudieron las autoridades más distinguidas del país, entre ellos, dos ministros, varios obispos, un general, y también un señor extranjero con bombín y bigotillo que decía ser el representante de un importante libro de los récords. Estaba allí para verificar la increíble edad que había alcanzado en vida la finada: 122 años y 164 días.
Al día siguiente el joven acudió a la oficina del notario. Éste sacó del archivo una carpeta polvorienta. Sonrió cuando, entre los legajos, reconoció la letra y la firma de su abuelo. “Esta mujer ha sobrevivido a sus dos padres y a tres generaciones de notarios”. Aseveró. Dicho eso entregó al joven las escrituras del palacio y un grueso manojo de llaves. “El valor actual de la finca no alcanza ni siquiera la cuarta parte de lo que sus padres y usted han pagado por ella. Sin embargo, tiene mucho potencial... ¿Ya sabe lo que va a hacer con ella? Nosotros podemos ayudarle...”.
Y el joven explicó al notario sus intenciones. Luego volvió a su casa, tomó un macuto, una pala, y se dirigió a las afueras de la ciudad, donde se encontraba el palacio. Abrió, no sin cierta dificultad, el roñoso candado que sellaba la cancela. Paseó por lo que un día fue un hermoso jardín inglés, entonces convertido en una infecta ciénaga. El rastro del sendero hasta la entrada principal se había esfumado bajo un espeso manto de vegetación. El tronco del abeto, que durante una tormenta había sido derribado por un rayo, yacía sobre el suelo, corroído por la vermina. Lo que debió ser un antiguo estanque se había transformado en un pozo insalubre donde saltaban despreocupadas las ranas. Observó un instante la fachada de la mansión; las paredes desconchadas, las ventanas rotas y los marcos apolillados. Las figuras que poblaban las cornisas se habían ido desplomando, una tras otra, al igual que las tejas de la mansarda.
El interior del palacio era frío y húmedo. Olía a moho y óxido. Recorrió las oscuras estancias, donde se acumulaban muebles de otra época, en estado ruinoso, inservibles. Sobre la chimenea de la sala principal pudo ver el retrato al óleo de una jovencísima mujer con un elegante vestido, en una de cuyas esquinas, junto a la firma del autor, se podía leer una fecha: había sido pintado hacía más de cien años.
Cerró la puerta del palacio entre suspiros. Luego se acercó a la encina de tronco y ramas retorcidas, aquélla sobre la cual su padre quiso un día construirle una caseta de madera. Ayudado de la pala, cavó un hoyo junto a ella. Del macuto sacó una pequeña urna de porcelana, en cuyo interior descansaban las cenizas de su padre. Dejó la urna en el agujero y lo tapó.
Se quedó unos minutos frente a la encina, reflexionando. “Por fin ya vives aquí”. Volvió a suspirar y salió del recinto del palacio. A duras penas consiguió cerrar el herrumbroso candado de la cancela. Antes de marcharse, para siempre, de aquel lugar, colocó sobre los hierros de aquella verja un cartel, escrito a mano, donde se podía leer: “Se vende. Excelente oportunidad de inversión”.




